Repensando “Figuras, mosaicos y queros…, otras ‘artes de la pintura’ en los reinos” de Alessandra Russo.

El texto de Alessandra Russo, avanzadilla de su L ´image intraduisible (2013), plantea muchas de esas preguntas incómodas para la historiografía tradicional. Y lo hace con valentía, desafiando la estrechez de sus compartimentos, fruto ya sea de enfoques tan nocivos como los nacionalistas, o de inercia y pasividad metodológica, incluso de incomodidad. Estas limitaciones, y otras, han silenciado las historias compartidas que germinaron en el marco cronogeográfico que este proyecto comprende, y no solo en el espacio americano, aunque sea innegable su mayor presencia (Ojalá se vaya normalizando la inclusión de otros contextos como el filipino).

 

La principal de estas preguntas, motivada por el loable proyecto de La pintura de los reinos que dirigió J. Gutiérrez Haces, es: ¿Existió un espacio de relación compartido entre los mundos artísticos prehispánicos y los lenguajes pictóricos occidentales? Su apuesta para responder al interrogante pasa por la búsqueda de ese “cierto dinamismo común” que surge ante las tensiones del encuentro cultural en su plano visual. Sin embargo, no podemos llamarnos a engaño: resulta inviable hablar en términos de “lengua común” ante la inexistencia de un mundo indígena panamericano preconquista, que en cuanto a política de la imagen tampoco fue homogéneo (por mucho que se comparta la ausencia de expresión mediante escritura de tipo alfabético).

 

Pero entonces, ¿qué es lo que comparten los productos artísticos americanos; o qué pueden compartir? Invitándonos a salir de tan asfixiantes compartimentos, Russo propone analizar algunas dinámicas a caballo entre las tradiciones pictóricas prehispánicas y las occidentales, que profundizan en la senda gruzinskiana (recordemos los glifos en los murales de Ixmiquilpan o Acolman; Gruzinski, 2000). Son tres en concreto: la invención de la pintura de paisaje en Nueva España; el efecto pictórico de la plumaria (ambos temas con aportes suyos cruciales: 2005, 2011, 2015); y la relación figuración-abstracción de los queros andinos (analizados magistralmente por Cummins y por Kuon en varios trabajos). El punto de partida para acometer este análisis se sitúa sobre las palabras empeladas en los documentos coetáneos para referirse a tales objetos. Esta tarea de “arqueología filológica”, tan necesaria y reveladora, también ha sido planteada por otros autores como Estenssoro (2003) en el mundo andino, a tenor tanto de la imagen (çaynata-pintasca) como de conceptos religiosos que experimentan vacilaciones ante los complejos procesos de resemantización a los que son sometidos.

 

Este es el gran problema a que nos enfrentamos en semejante contexto: la in/traducibilidad de los términos; un elemento demasiado a menudo pasado por alto, a pesar de sus largas implicaciones. Los ejemplos aducidos a partir de los diccionarios elaborados en el s. XVI evidencian estos desajustes, desaconsejando su aplicación ad litteram. Sin embargo, nos dice Russo, es precisamente en estos desajustes donde se produce la innovación de la creación virreinal.

 

A mitad de camino entre la glífica prehispánica y el naturalismo occidental, el estudio de caso de los mapas (una palabra inexistente hasta fines del s. XVI, por tanto, ausente en los diccionarios) pone de manifiesto la transformación recíproca de ambas tradiciones cartográficas. Ejemplo claro de cómo la historiografía del arte tradicional ignora y margina un elemento, a pesar de constituir una innovación a nivel general para la disciplina: cuando en Europa aun no existía como categoría independiente, los tacluilos estaban desarrollando la primera pintura de paisaje en la Historia del Arte.

 

La plumaria fue, de estos tres casos, el más estimado por el ojo occidental y su importación a Europa da buena cuenta de ello. Sus valores pictóricos le permitieron desarrollar figuraciones, sin obviar el carácter sagrado del material, que se transmitió a la categoría de los objetos, como las mitras. El caso de los collages de plumas de Dionisio Minaggio ilustra la incidencia de la absorción de una técnica prehispánica en Europa, si bien, no de manera extendida.

 

Los queros, los vasos rituales andinos, experimentaron una transformación en dos órdenes: el técnico y el iconográfico. De la incisión geométrica-abstracta repetida se pasó a una pintura barnizada (llimpisccaqueros) hiperfigurativista, con inclusión de grutesco, constituyendo un claro ejemplo de “exotismo invertido” en feliz acepción de Okada (2006). ¿Qué implicaciones puede haber tenido en esta evolución la prohibición del virrey Toledo de 1570 acerca de ejecutar dibujos en textiles y cerámicas? Entiendo que sería muy fructífero analizar desde este enfoque los aquillas, vasos de plata, del naufragio del N. S. de Atocha, pues aún siendo ajenos a lo pictórico, presentan una problemática común. Y de paso, relacionarlos con el cultivo del grutesco en los murales novohispanos.

 

En definitiva, A. Russo demuestra cómo es posible analizar los espacios de reciprocidad, alejándonos del concepto de sincretismo y centrándonos en la creación de objetos novedosos, a partir de y a pesar de, tradiciones artísticas incomparables, de esos intraducibles; aunque ello no permita hablar de fusiones generalizadas. No considero que esta ausencia de generalización constituya, en cambio, ningún hándicap. La coyuntura de una América con demanda de productos “a la europea” implicó una mayor absorción en esta dirección que a la inversa y, por tanto, los contactos y sus resultados fueron más fructíferos en este espacio. Una amplia demanda que, junto a los problemas de logística, obligaba a una manufactura local ante la dificultad de una importación satisfactoria. En Europa, aunque la absorción de técnicas prehispánicas sí resulte más escasa, el plano iconográfico proporciona un espacio de contacto más rico por seguir indagando (desde lo exótico a lo devocional). Es cierto que la inclinación de la historiografía, norteamericana fundamentalmente, hacia estos aspectos de lo material y lo iconográfico, ha conducido a una infrateorización de ítems clásicos como la pintura o el creador, que están por sobrepujar, como reclaman Mundy-Hyman (2015). Y, en cualquier caso, el espacio de estas fronteras es tan amplio que se extiende en un universo mucho más allá de la mera visibilidad de la mezcla, como Dean-Leibsohn (2010) se han encargado de puntualizar.

 

Los fenómenos de intercambio en otros campos como la poesía o la danza podrían ayudarnos a enfocar y entender el terreno de la plástica, como ha demostrado Gruzinski (2010, Cantar LXVIII de la Compilación de Sahagún). Estos sí gozaron de una mayor permisividad en la reutilización para la liturgia (aunque con vigilancia en según qué momentos), frente a la mayor suspicacia que levantaban los objetos materiales. Pero también otros aspectos avocados a la desconsideración como la gastronomía (pocos productos americanos más asimilados en el mundo occidental que los alimenticios). Y es que Los ajustes se produjeron “desde la cima de las pirámides a las cocinas”, como Gruzinski nos ha recordado. En cualquier caso, una desconcertante polisemia la de los espacios in between que no permite respuestas tajantes y que requiere complejizar los análisis y desafiar la metodología tradicional, como es el afán que nos congrega en este apasionante proyecto.